No sé cómo rezar…
Cuántas veces escuchamos esta expresión: “No sé cómo rezar”, “No sé cómo acercarme a Dios”, “No sé por dónde comenzar”. Queremos acercarnos a Dios, pero le vemos tan lejano, tan inaccesible y casi exclusivamente para los Santos. Tenemos la idea que eso de rezar y orar es solamente para los religiosos o las personas mayores. Sin embargo, nos olvidamos que es parte fundamental en nuestras vidas y en nuestro crecimiento y desarrollo espiritual.
La Oración debe ser algo que hagamos todos los días. Ya lo dijo San Pablo: “Orad sin cesar”. Por eso, la oración deber ser una parte esencial, como el aire que respiramos; pues es el alimento de nuestra alma.
Sin la oración no conoceremos a Dios, no nos llenaremos de Su Espíritu, no obtendremos las gracias necesarias para perseverar y caminar hacia la santidad, hacia lo que estamos todos llamados; a ser santos.
Muchas veces se nos hace difícil orar, no sabemos qué hacer, qué decir, por dónde comenzar. Sin embargo, la oración es simplemente hablar con Dios, acudir a Él y hablarle con el corazón. En ocasiones, las oraciones vocales, las oraciones conocidas que hemos aprendido a lo largo de nuestra vida, nos sirven para abrir ese diálogo entre nuestro Padre Celestial y nosotros.
¿Te has preguntado alguna vez cómo los grandes santos lograron llegar a ser santos? En la mayoría de los casos, la oración fue el primer escalón en esa escalera hacia la santidad. La oración es un proceso, un caminar, un conocer a Dios, un escuchar Su Voz, hacer Su Voluntad, unirse a Él, entrar en su Corazón y dejar que Él entre en el nuestro.
La oración es una de esas cosas extrañas que es tan sencilla, y a la misma vez, tan complicada y sublime. La oración se va aprendiendo poco a poco, es como aprender a correr bicicleta… por más libros e instrucciones que leamos, hasta que no nos subamos a la bicicleta y nos caigamos varias veces, no aprenderemos a utilizarla ni a disfrutarla. Igual ocurre con la oración, se aprende a hacer oración, haciéndola.
A veces pensamos que para orar necesitamos largas oraciones, largos y complicados textos con palabras y lenguajes que apenas entendemos. Pues es todo lo contrario, la mejor oración es la que se hace con el corazón abierto a la Misericordia de Dios, con un corazón humilde y arrepentido. La mejor oración es la que brota, no de nuestros labios, sino de nuestra alma, la que nos saca una lágrima; la que nos conmueve porque de la misma manera, conmoverá el corazón de Dios.
¿Cuántas veces rezamos con la boca y tenemos la cabeza en otro lado? Dios que ve en nuestro interior, sabe que hacemos el intento, que tenemos la intención de orar; pero, por alguna razón se nos va la cabeza y terminamos pensando en mil cosas, menos en lo que nuestros labios estás balbuceado. Para evitar eso, debemos concentrarnos en lo que estamos haciendo. Busquemos un lugar tranquilo, una hora adecuada, démosle a nuestro Padre calidad, es lo menos que se merece.
El Padre Nuestro que nos enseñó Jesús es la oración por excelencia. Tal vez fue una de las primeras oraciones que aprendimos siendo niños, junto con la oración al Ángel de la Guarda. Pero, ¿te has detenido alguna vez a rezarla despacio, muy despacio, pensando y pronunciando cada una de las palabras?. Que en lugar de decirlas te las imagines, las saborees, las vivas y verdaderamente se las dirijas a Dios, nuestro Padre Celestial.
No hace mucho, el sacerdote que me estaba confesando, me puso de penitencia que rezara un solo Padre Nuestro, pero muy, muy despacio. Me estuvo muy extraño y simple a la vez, hasta que comencé a hacerlo. ¡Qué difícil fue! No sé cuántas veces tuve que comenzar y recomenzar a rezarlo, porque en todos los intentos terminaba rezándolo muy de prisa, como siempre. ¡Cuán sabio es ese sacerdote! ¡Cuánto me enseñó con esa “simple” penitencia! Pues, lamentablemente, así somos. Vivimos corriendo todo el día, con nuestras agendas ocupadas y no tenemos tiempo para nada; mucho menos para orar. Aún cuando, por la Providencia de Dios, logramos sacar un momento para orar, lo hacemos de la misma manera, corriendo y repitiendo apresuradamente aquellas oraciones que algún día aprendimos, para salir del paso.
Lo más importante que tenemos es nuestra alma. Nuestra meta a corto, mediano y largo plazo es y debe ser, ser santos y llegar al Cielo. Entonces, ¿por qué tomamos tan a la ligera lo que es literalmente de vida o muerte para nosotros? Detengámonos a pensar… lo que está en juego es nuestra salvación eterna o nuestra condenación eterna. Por lo tanto, aprendamos a darle el verdadero valor a lo que es más importante en nuestra vida. Aprendamos a orar, aprendamos a tratar a Dios, aprendamos a conocerle, aprendamos a darle un lugar preferencial en nuestras vidas y en nuestro diario vivir. Dejemos de acudir a Él solamente en nuestras necesidades y aflicciones. Si supiéramos que siempre nos está llamando y esperando por nosotros con los brazos abiertos, para regalarnos tantas gracias y favores; pero sobre todo, para darnos su infinito Amor de Padre, correríamos a sus brazos.
Ya que no podemos amar lo que no conocemos, tenemos que aprender a conocer a Dios, a tratarle, a pasar tiempo con Él, para Él y en Él. Sólo así le llegaremos a Amar, pues hacer oración es encontrarse con Él. Aprovechemos las oraciones que están a nuestra disponibilidad para comenzar ese diálogo, para abrir nuestro corazón a Dios, para que nos sirva de punto de partida para hacernos unos expertos en la oración, como bien lograron los grandes santos.
Solo debes dar el segundo paso, porque el primer paso siempre lo da Dios. Pues es Él quien te llama y el que comienza siempre la conversación; incluso es Él quien saca la cita y nos espera en la oración. No le dejemos esperando, seamos puntuales; pues Dios nunca llega tarde.