Introducción a la vida devota – San Francisco de Sales

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La Introducción a la vida devota (1607) es uno de los clásicos infaltables en toda biblioteca de espiritualidad cristiana. Logró tal sitial por una intención que, según recordó Benedicto XVI, en su tiempo pudo parecer revolucionaria: el llamado a llevar una vida plena de oración y caridad sin aislarse del mundo ni descuidar los deberes de estado.

San Francisco de Sales (1567-1622) volcó en él toda su experiencia como sacerdote y, singularmente, como obispo en el exilio de Ginebra, bastión del calvinismo. Allí su acción evangelizadora había conseguido incontables conversiones siguiendo el método que después profundizaría en sus obras literarias.

“Hay que derribar las murallas de Ginebra por medio de la caridad; por la caridad hay que ocuparla, por la caridad hay que recuperarla”, exhortaba a sus compañeros de misión.

Pero fue sobre todo su ejercicio como director espiritual lo que le permitió concebir un libro como la Introducción…. Sus páginas constituyen una suerte de manual para alcanzar la santidad dirigido especialmente a los laicos, es decir, “los que viven en las ciudades, en medio de las familias, en la corte, y por su situación se ven obligados a profesar una vida común en cuanto a lo exterior”, explicó en el Prefacio.

Dirigió la instrucción a una destinataria simbólica, Filotea, la “enamorada de Dios”, representación de todas las almas que quieran ser devotas.

La dividió en cinco partes: la primera trata sobre el pecado; la segunda instruye sobre la oración y los sacramentos; la tercera prodiga “consejos sobre el ejercicio de las virtudes”; la cuarta advierte acerca de las tentaciones más comunes, y la quinta ofrece ejercicios para “renovar el alma y confirmarla en la devoción”, a la que define como “la dulzura de las dulzuras y la reina de las virtudes, porque es la perfección de la caridad”.

Convencido del error de querer desterrar la vida devota de la vida mundana, las enseñanzas y advertencias de San Francisco de Sales tienen un constante sentido práctico. Así, aconseja rezar una hora por día, por la mañana y si es en la Iglesia, mejor. Recomienda lecturas (San Buenaventura, Gerson, Fray Luis de Granada, las Confesiones de San Agustín, las Cartas de San Jerónimo). Sugiere la confesión cada ocho días y advierte que no deben confesarse vaguedades. Recalca la conveniencia de la comunión frecuente para “avanzar, robustecerte y consolarte en el amor de Dios, ya que por amor debes recibir al que sólo por amor se da a ti”.

Esta practicidad se expresa en un estilo claro, didáctico y comprensivo, que recurre con notable frecuencia al uso de imágenes, metáforas o parábolas que dan vuelo literario a las instrucciones y aligeran su carácter normativo. No escatima los símiles. La virtud verdadera la compara con el bálsamo, que “si va al fondo y queda debajo, es señal de que es más fino y de más precio”. Los honores y las dignidades son como el azafrán, “que se hace mejor y más abundante, cuanto es más pisoteado”. El corazón del “pobre de espíritu” debe ser como el nido de los halcones, “abierto solamente al cielo e impenetrable a las riquezas y a las cosas perecederas”. En el murmurador ve un triple homicida, pues “mata su alma y la de quien lo escucha, con muerte espiritual, y de muerte civil a aquel de quien murmura”. Agrega: “Mi lengua, mientras habla del prójimo, es en mi boca lo que el bisturí en manos del cirujano, que quiere cortar entre los nervios y los tendones: es necesario que el golpe que yo dé sea tan exacto, que no diga ni más ni menos de lo que es”.

La apelación a las metáforas alcanza su expresión más cabal cuando trata de la virtud de la castidad y la “honestidad en el lecho nupcial”. Para mantener el necesario decoro, el autor se refiere a los placeres carnales usando términos que corresponden al gusto por la comida. Al final del apartado aclara: “Creo que he dicho todo lo que era menester decir, y que he dado a entender, sin decirlo, lo que no quería decir”. Y tiene razón.

A pesar de su invitación a llevar una vida de piedad en medio del mundo, Francisco de Sales no se engañaba sobre el trato hostil que recibirían los cristianos en los ambientes mundanos. “¿Quién no ve que el mundo es un juez perverso, benévolo y condescendiente con sus hijos, pero duro y riguroso con los hijos de Dios? -advertía-. (…) Nosotros estamos crucificados al mundo, y el mundo ha de estar crucificado para nosotros; nos tiene por locos; tengámoslo por insensato”.

Francisco de Sales murió en 1622 a los 55 años, tras sufrir una apoplejía. Fue beatificado en 1661 y canonizado el 19 de abril de 1665. El papa Pío IX lo proclamó Doctor de la Iglesia el 16 de noviembre de 1877. Junto con una abundante obra escrita y el ejemplo luminoso de su vida de pastor, le debemos la fundación de la Orden de la Visitación, fruto, señaló Benedicto XVI, de su “profunda comunión espiritual con una personalidad excepcional, Santa Juana Francisca de Chantal”.

En un célebre panegírico pronunciado 40 años después de la muerte de quien llamó “la mansedumbre misma”, Bossuet resumió de este modo la gran tarea de San Francisco de Sales: “Presentó la devoción en el seno de la sociedad; pero no vayáis a creer que la disfrazó, para hacerla más agradable a los ojos de los mundanos: la presentó en su traje natural, con su cruz, sus espinas, su espíritu de desprendimiento y sus mortificaciones”.

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