SEGUNDO CUARTO DE HORA
Jesús gime bajo las iniquidades humanas
Una larga hora de padecimientos ha transcurrido ya para Jesús entre las tinieblas de aquella noche y el abandono de todos aquellos a quienes tanto amó. La vivísima aprehensión de los atroces tormentos que le esperan, ha infundido terror y tristeza en su bendita alma. Siente ahora más vivamente que nunca el enorme peso que lleva consigo la misión de Salvador del mundo… Ya ve llegar el tiempo de su inmolación…; cielo, tierra e infierno están armados contra Él… ¡Ahora debe sostener una gran batalla, cuyos terribles golpes tendrán por blanco a su adorable persona!… Y Jesús, ¿qué hace? Pálido, tembloroso, se vuelve al Padre celestial, y exclama humildemente: Padre mío si es posible, no me hagas beber este cáliz. ¿Qué respuesta recibe la humilde plegarla del Hijo de Dios?
El cielo está cerrado: ¡para Jesús no hay respuesta! Él quiso sufrir esta pena para obtenernos la perseverancia y constante paciencia en la oración, aun cuando el cielo parezca cerrado y sordo a nuestras súplicas. ¡Ah!, mi buen Jesús, no hay una sola pena que Vos no hayáis sufrido para nuestro ejemplo y consuelo. Sigue, pues, alma piadosa, a tu Jesús, que, movido de su inefable amor, se interna aún más en el camino del dolor. La multitud horrenda de todos los delitos de los hijos de Adán se presenta a la mente del Salvador y le traspasa el corazón. Él sabe que debe tomar sobre sí aquel fardo abominable y comparecer ante los purísimos ojos del Padre cubierto del lodo del pecado… ¡Es imposible que la mente humana pueda comprender ni aun imaginar qué horrible tortura fué ésta para el alma inocentísima de Jesús! Ya por boca de un profeta se había quejado tristemente diciendo: Sobre mis espaldas descargaron rudos golpes los pecadores. (Salmo CXXVIII, 3).
¡Oh, y cómo queda oprimido el amante Salvador bajo el peso de tantas culpas!
Pero el divino Cordero, que va a inmolarse a la divina Justicia ofendida por los hombres, después de haber pagado la deuda de las iniquidades humanas sacrificando su preciosa vida en el patíbulo de la cruz, ¿podrá, al menos, esperar que sus redimidos, agradecidos a tantos beneficios, den un adiós eterno al pecado, y sean siempre fíeles a Aquél que con tantos tormentos los salvó de la muerte eterna? ¡Ah, dulce Jesús mío, ojalá correspondiesen con tal fidelidad!…
Mas, ¡ah!, un cuadro, aún más horrible que el precedente, se le presenta delante. Él ve que después de haber redimido con tantos dolores al humano linaje, y haber lavado la tierra con su Preciosa Sangre; después de haber infundido en sus fieles el divino Espíritu y haber hecho de la tierra un paraíso con la posesión de la adorable Eucaristía…, después de tantos excesos de caridad, ¡reinará todavía el pecado en el mundo!
Ve su ley santa pisoteada, su Iglesia y sus ministros perseguidos, sus gracias despreciadas, su divino amor escarnecido… ¡Ay!, Jesús llora, diciendo con el salmista: ¿Qué utilidad acarreará mi muerte? ¿Para qué derramar toda mi sangre? ¿Para qué morir entre las ignominias del patíbulo, si el hombre, ingrato a tantos beneficios, se entrega voluntariamente en brazos del demonio a la eterna condenación? ¿Cuándo acabará el reinado del pecado en el mundo?… El buen Jesús contempla todos los siglos venideros, y en todos los siglos y en todos los años ve la sombra funesta del pecado: pecados cada día, pecados cada momento… Y el peso de todos estos pecados le oprime más y más, y le hace repetir: Sobre mis espaldas descargaron rudos golpes los pecadores; por largo tiempo me hicieron sentir su injusticia y tiranía.
Alma mía, ¿querrás tú ser del número de aquellos que, prolongando la cadena de sus maldades y dilatando de día en día su conversión, arrancan del corazón agonizante de Jesús aquel lamento tan lleno de justo dolor? ¡Oh! ¡Cuán horrendo es el pecado después que un Dios ha derramado toda su sangre para borrarlo y destruirlo! ¡Oh, cuán execrable es el pecado en las almas ya purificadas con la Sangre Divina, en las almas que se han unido por medio de la Comunión al corazón amante de Jesús! ¡Oh, afligidísimo Salvador, con cuánta razón os quejáis y lloráis!
Pero si Jesús con tanta razón se lamenta de los pecados de sus redimidos en general, ¿qué no sufrirá al prever las culpas de sus amigos queridos, es decir, de las almas piadosas, de las almas que le están consagradas? Alma querida, exclama Jesús, tú que has gozado de mi paz, de la íntima familiaridad de mi corazón, que has vivido en mi casa, que has comido mi pan y te has nutrido de mi mesa, ¿por qué me traspasas el alma con el pecado? Pueblo predilecto de mi corazón, ¿qué te he hecho? ¿En qué te he contristado? Yo apagué tu sed con las celestiales aguas de mi gracia, ¡y tú me ofreces hiel y vinagre!… Yo te harté con el maná precioso de mi carne, ¡Y tú me has torturado con bofetadas y azotes!… Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿En qué te he contristado? Yo te preparé un lugar en el Cielo, ¡y tú me preparas el patíbulo de la cruz!… Alma querida, viña predilecta de mi corazón, ¿qué más podía hacer por ti que no lo hiciera? ¿Qué es lo que debía hacer y no haya hecho por mi viña? Y por tanto amor, ¡tú sólo me ofreces torturas y espinas! (Pausa)
AFECTOS
¿Por qué no me es posible, ¡oh afligido Salvador!, ofreceros con mi corazón los de todos los hombres, encendidos en llamas de perfectísima caridad, para corresponder de algún modo a vuestro infinito amor? Arrepentido de mi frialdad y de la de todas las criaturas, os ofrezco, ¡oh buen Jesús!, aquellos santos ardores con que los antiguos patriarcas y profetas desearon vuestra venida, y aquel santo celo con que los apóstoles anunciaron vuestro Santo Nombre por toda la tierra.
Padrenuestro, Avemaría y Gloria.
Os ofrezco, ¡oh afligidísimo Bien mío!, aquella perfecta y tierna compasión con que vuestra Inmaculada Madre, traspasada su alma por la espada de dolor, compartió vuestras amargas penas, y aquella perfectísima gratitud con que, en nombre de toda la humanidad, os dió las gracias, alabó y bendijo por el infinito beneficio de la Redención.
Padrenuestro, Avemaría y Gloria.
Agonizante Jesús mío, no pudiendo yo, miserable criatura, daros, como lo deseo, algún consuelo en vuestras penas, os ofrezco aquella alegría con que la adorable Trinidad, unida a todos los ángeles del cielo, aplaudió la grande obra de la Redención consumada por Vos con tanto dolor y amor; al mismo tiempo os suplico deis a conocer a todos los redimidos este misterio de infinita caridad.
Padrenuestro, Avemaría y Gloria.
¡Mirad a tierra caído
nuestro amante Salvador,
al peso de nuestras culpas
y de su inmenso dolor!
Ángeles, dad un consuelo
al Justo que orando está,
que en el Huerto gime y llora
próximo a la muerte ya.